Comentario
Las luminarias, la música, los fuegos artificiales, las gradas en las calles a lo largo del recorrido, los arcos triunfales... los mismos elementos que encontramos en las fiestas del poder en cualquier gran ciudad española aparecen, como en un calco, en las ciudades americanas para transformar los escenarios de la vida cotidiana en un lugar imaginario cargado de símbolos.La utilización que se hizo, en la Fiesta del Renacimiento y el Barroco, del modelo de la antigüedad para levantar las arquitecturas efímeras y como inspiración para determinados espectáculos tuvo ejemplos innumerables tanto en la península como en el Nuevo Mundo. Así, escribía Thomas Gage a mediados del siglo XVII, que los indios de Chiapas habían sido enseñados para saber simular en el río batallas marítimas, representar a las ninfas, Neptuno y otros dioses paganos y erigir fortalezas efímeras de madera y tela con las que representa combates. También la plaza Mayor de México fue en una ocasión escenario de una naumaquia. Naumaquias, combates y representaciones que pueden recordarnos sin duda fiestas similares de la corte de los Austrias, integrándose aquí la presencia indígena tanto entre los participantes como entre los autores de las obras efímeras. Los veinticuatro arcos de seda, plumería y flores que hicieron los indios en la ciudad de México con ocasión de la fiesta de la Profesa ponen de manifiesto la peculiaridad de unas fiestas en las que a veces se incorporaron tradiciones distintas a las europeas que, sin embargo, no modifican el sentido de la Fiesta Barroca como exaltación del poder en el escenario de la ciudad.Desde el sencillo tablado para las autoridades en la puerta del palacio virreinal de México -presidido por un retrato del rey bajo un dosel- para el juramento a los nuevos reyes, hasta la utilización de buena parte del espacio urbano para estas celebraciones, todo estuvo en función de disfrazar, de embellecer a la ciudad para las grandes fiestas: para celebrar la coronación de Carlos III se levantaron en la ciudad de México dos arcos triunfales en la calle de los Plateros y, en el tramo de calle entre ambos arcos, pórticos con balaustradas. La participación de los gremios en las fiestas convertía a éstas en el reflejo de la riqueza de la ciudad. Cuando esa participación alcanzó relevancia los cronistas no dejaron de hacerlo notar: con ocasión de la jura de Carlos III cada gremio hizo un carro triunfal. Pintores, cigarreros, curtidores, tocineros, pulqueros, zapateros, panaderos y sastres, todos tuvieron su carro, siendo la mayoría en forma de barco, que fue el tipo más frecuente en las fiestas del Barroco.La calle de los Plateros en México -al igual que ocurría en Madrid- era especialmente decorada por el gremio para algunas fiestas: aparte de la citada, hicieron arcos triunfales y altares para celebrar la Inmaculada Concepción de la Virgen a comienzos del XVII, celebraron la beatificación de San Isidro Labrador y, cuando en 1728 fueron canonizados San Luis Gonzaga y San Estanislao de Kostka, los plateros sacaron sus mejores obras para adornar la calle. El disfrazar las fachadas fue una constante de las fiestas: cuando subió al trono Carlos IV no sólo se colocaron retratos del rey y la reina, bajo dosel, en los edificios oficiales y las luminarias y los fuegos artificiales contribuyeron al festejo, sino que también se realizó una fachada efímera en madera ante el ayuntamiento de la ciudad, que dio a éste la renovada apariencia clasicista que la ocasión requería.En la ciudad de México fueron la plaza de Santo Domingo y la delantera de la catedral los lugares en los que se erigieron los arcos triunfales para las entradas de los virreyes. Si el primero fue normalmente costeado por la ciudad, el segundo lo fue por el cabildo catedralicio. Los dos poderes que iban a ser principales interlocutores en el gobierno de los virreyes les abrían así las puertas de la ciudad y de la iglesia utilizando frecuentemente a los dioses de la mitología clásica -pintados o esculpidos en los arcos- para resaltar las virtudes del nuevo gobernante y lo que de su gobierno se esperaba. Los virreyes culminaban en la ciudad de México un recorrido triunfal que se iniciaba al desembarcar en Veracruz, con etapas festivas en las ciudades por las que iban pasando: arcos triunfales, toros, juegos de cañas, luminarias... jalonaban las entradas en dichas ciudades, transformadas y embellecidas para recibir a los nuevos gobernantes. No fue exclusivo ni mucho menos de este virreinato, pues por ejemplo en Lima, en 1681, se utilizaron nada menos que planchas de plata para decorar la calle principal con ocasión de la entrada del virrey, duque de La Palata.También la ciudad fue teatro para otros espectáculos que modificaban por unas horas la vida urbana. La plaza fue frecuente escenario de procesiones o, sobre todo, corridas de toros. Las calles a su vez lo fueron también de las mascaradas a pie o a caballo de personas disfrazadas que desfilaban por la ciudad con antorchas. Como ha estudiado I. A. Leonard, en el México colonial fueron utilizadas no sólo para divertir (las había a lo serio y a lo faceto), sino también para transmitir a los ciudadanos mensajes de toda clase, e incluso críticas a una situación política. Si en 1565 el hijo de Cortés participó en una mascarada en la que se contaba cómo había sido la llegada de su padre a la antigua Tenochtitlan, en 1621 fueron los héroes de las novelas de caballería los que desfilaron, además de figuras tomadas del "Quijote". Al fin y al cabo eran esas imágenes de las fiestas las utilizadas para contar la historia a una población en la que sólo una ínfima parte sabía leer.La procesión del Corpus siempre fue una de las más espléndidas, al igual que sucedía en España. El proceso de sacralización del espacio urbano, convirtiendo a toda la ciudad en templo, que llevaban a cabo estas procesiones, se pone claramente de manifiesto en el relato de Motolinia de la procesión del Corpus en Tlaxcala el año 1538: ese año no sólo se alfombraron las calles con flores y se hicieron danzas ante el Santísimo Sacramento, sino que también "tenían todo el ancho de la calle dividida en tres pasillos, corno las naves de la iglesia". Esta imagen de la ciudad como un espacio delimitado al modo de una iglesia se manifiesta también en la costumbre hispana de entoldar las calles para la procesión del Corpus.Sobre el mundo de símbolos manejado en las fiestas de la América española faltan todavía estudios sobre sus porqués y sus paraqués en cada momento. Es sintomático de la época el que, al celebrarse en Perú la jura de Felipe III el año 1600, las imágenes de los reyes incas aparecieran junto a los reyes de la monarquía española, pues desde los años setenta del siglo XVI se venía reconociendo a los señores naturales como legitimadores de la Monarquía en América, en cada reino. También cabe recordar (E. Vargas Lugo) las fiestas por la beatificación de Santa Rosa de Lima en 1671, que supusieran el triunfo del criollismo frente a lo peninsular, al ser la "primera que del Nuevo Mundo se ha de poner en el catálogo de los santos". Aunque los símbolos utilizados se adaptaran más o menos a la realidad histórica de aquellos reinos, nada tuvieron que envidiar en cuanto a riqueza las fiestas en las ciudades hispanoamericanas a las que se celebraban en España pues, como se decía de Lima a comienzos del siglo XVII, había en sus fiestas "tanto estruendo, instrumentos e invenciones que no hay ciudad de España en que se haga tanto y donde cuelguen las calles con más riquezas".